Mi madre era una persona valiente y hubiera sido una aventurera si los miedos y la falta de confianza que le inculcaron de pequeña no hubieran podido con su inquietud por descubrir. “Voy a investigar”, le dijo en una ocasión a mi suegra en aquel verano en el que, durante diecisiete días, recorrimos una parte de Italia. Se atrevió a salir sola del hotel en La Spezia para caminar, probablemente, por la plaza más cercana y poco más. Debió sentirse orgullosa al vencer sus temores. Satisfacción era igualmente lo que su alma desprendía cada vez que yo realizaba algún viaje. Se lo contaba a todo el mundo que la quisiera escuchar. Su hija encarnaba la realización de algunos de los sueños que no pudo cumplir. “Eres tan fuerte como tu padre”, me repetía en sus últimos tiempos. Valiente y fuerte, así me definía.
Siendo más joven, me gustaba pensar en aquellas mujeres exploradoras que recorrían solas el mundo. Las admiraba pero nunca intuí que podría imitarlas. A veces solo nosotras nos ponemos los límites.
Este fin de semana he salido a investigar, como mi madre en aquel pueblo italiano. Y me he dado cuenta de que, realmente, estaba viajando sola. Ha sido un fogonazo despertando mi mente. Llevo un mes fuera de casa y en contadas ocasiones, esta vez la más clara ¡y disfrutándola!, he tenido esa sensación de aventura, de entusiasmo nervioso ante el descubrimiento de un lugar nuevo, Mandurah. Podía haber sido otro cualquiera, lo importante no era el sitio sino la experiencia: estoy sola en la otra punta del mundo, viajando, conociendo nuevos destinos y adaptándome a otras costumbres y culturas. ¿Soy yo o estoy soñando?