Se cumple la segunda semana, los días pasan rápidos, como toboganes; algunos te sientes confiada, haces un buen ejercicio en clase y el profesor te felicita; otros, cuesta abajo, esa conversación ha sido un desastre, no te enteras de la mitad y tu boca se vuelve espesa, pastosa, con un nivel de inglés peor que con el que llegaste, aunque en realidad solo sea una mala percepción en un mal día.
La paciencia también se trabaja, con mentalización, fuerza, sin dejarnos llevar por el pesimismo o el cansancio, pensando que el mundo no se acaba, que habrá otro día mejor, porque te aseguro que lo habrá. Después de la tormenta siempre llega la calma y sale el sol.
En tan poco tiempo ya hemos tenido despedidas en clase. Los alumnos (mejor dicho, las alumnas porque somos mayoría) llegan y se van, se incorporan o terminan en función de sus necesidades, normalmente un certificado que garantice su nivel de inglés para trabajar. Cuando les digo que estoy por placer me miran con cara asombrada. ¿Qué hace aquí esta señora mayor, tan lejos de su país, sola y con tanto interés por mejorar? Siempre he sido una buena alumna, y lo sigo siendo: con mis deberes hechos, mis apuntes pasados a limpio. Supongo que este sacrificio tendrá su recompensa.
Y vuelvo a preguntarme: ¿para qué me he aventurado? Sigo sin saberlo, fue como una llamada de mi alma, una idea que se metió en mi cabeza, sin un porqué, y que me empeñé en llevarla a cabo. Creo que mi destino me arrastraba.